Ayer, Risto Mejide fue mencionado en varios medios de comunicación por un artículo escrito en El Periódico de Cataluña. Con el título "Soy Indepe", el publicista no dejó a títere con cabeza en una España de granujas. Risto es "Indepe" de uno y otro lado – tanto de Mas como de Montoro – y, todo por la indignación que siente con las élites del presente. Tal fue, el revuelo que se montó en las redes sociales que, ni corto ni perezoso, decidí leer el artículo completo; a pesar de que no soy fan de Mejide, ni asiduo lector del rotatorio aludido. Después de la lectura, publiqué un tuit que decía: "Soy Indepe, por Risto Mejide. Sobre obviedades que muchos piensan pero que ninguno escribe". Son obviedades, como dije, porque más de uno, y más de dos, darían cualquier cosa para que en este país no se hablara ni un minuto más, ni de corrupción, ni de política barriobajera.
El gran acierto de Risto – y en ello me quito el sombrero – es que ha encontrado, a través de su artículo, puntos de unión – intencionados o no – en el berenjenal de sentimientos que se cocina en Cataluña. Aunque Manolo y Josep – por poner un ejemplo – tengan percepciones distintas acerca del modelo de Estado, lo cierto y verdad, es que la corrupción no distingue entre banderas, lenguas, himnos y otros simbolismos. La corrupción – queridísimos lectores – es una cuestión universal; como lo son los derechos naturales o la blancura de los dientes. Tan corrupto es quien roba a Cataluña, como el que lo hace en Andalucía o Venezuela; a pesar de que algunas voces interesadas hagan demagogia con el mantra del "España nos roba". El derecho a la autodeterminación, o mejor dicho, la libertad de los pueblos a descolgarse de los otros mediante la voluntad de los suyos; debe ejercerse desde el principio de las nacionalidades y nunca desde el ataque a los vecinos.
Aunque nos cueste reconocerlo, lo cierto y verdad, es que cada uno de nosotros somos un trocito o parte de un territorio. Lo somos porque nos hemos socializado dentro de unos marcos culturales, que nos distinguen a los unos de los otros. Tanto es así, que cuando viajamos, o nos alejamos del nido, tomamos conciencia de quienes somos y, sobre todo, de donde venimos. Somos conscientes de que nuestro acento es distinto al argentino y, estamos seguros de que si viviéramos en otra parte del globo seríamos más alegres o morenos. Es por ello, por lo que hay quienes se sienten catalanes, por mucho que les digamos que se sientan españoles. Se sienten catalanes por un cúmulo de identidades construidas a lo largo de la historia, a pesar de que la Constitución les recuerde que son hispanos como sus vecinos, los andaluces. Es precisamente este pulso entre el "querer y no poder", el que indigna a miles de catalanes el día de la Diada.
La ficción de una Cataluña independiente es la pescadilla que se muerde la cola. Lo es, porque en este embrollo; emoción y razón no encuentran su cobijo. Por un lado, existe un sentimiento identitario que clama la independencia y por otro, una Constitución que impide el cumplimiento del deseo. Aunque ganara la candidatura "Juntos por el sí", sucedería algo similar a lo que sucedió en los tiempos de Ibarretxe. La legitimación institucional del anhelo separatista volvería a colisionar con las reglas del tablero. No olvidemos que la hipotética independencia de Cataluña – por mucha unilateralidad que defiendan – necesitaría una reforma rígida de la Carta Magna; una carrera de obstáculos, muy difícil de superar, para el mejor de los atletas. Así las cosas, el supuesto fracaso independentista supondría más frustración para el fervor separatista. Y, más malestar para la convivencia democrática. Una convivencia crispada por sentimientos negativos hacia el Estado y el resto de los españoles.El mismo desencanto que sufren los deportistas cuando fracasan en sus logros, tras duros meses de entrenamiento.