Decían los filósofos de la antigüedad que el concepto de tristeza solamente es comprensible desde las lágrimas de la alegría. La ley de los antónimos servía a los discípulos de Sócrates para encender la luz en las tinieblas de la ignorancia. La dialéctica entre razón y emoción otorga a los sociólogos del ahora, la herramienta necesaria para comprender la lógica social que envuelve a los misterios de las gradas. A través del fútbol, decía Ángel – un antiguo profesor de los paraninfos de Alicante – se liberan las emociones de millones de infelices castigados por las penas del capital.
Tanto el fútbol como el alcohol, en palabras de Manolo – casado y aficionado a La Roja desde que tenía uso de razón -, sirven al rebaño de los mortales para olvidar, por unos instantes, las piedras que obstaculizan las sendas de sus preocupaciones. Durante el final de la Eurocopa, decía Manolo Ibáñez – mientras cogía con la mano derecha la "verde" y cantaba gol desde el rincón de la taberna – "se olvidan la facturas de la luz, las discusiones con la mujer y los chillidos del jefe cuando llegamos a final de mes". Esta verdad, tan grande como la catedral de Burgos, nos sirve a los sociólogos para comprender desde el discurso de los bares, un fenómeno social que enciende pasiones y cohesiona delante de la pantalla a millones de espectadores.
La religión, decía Durkheim, cohesiona a los humanos a través de los tentáculos de la fe. Durante el ritual religioso, el desfile social deambula por las calles intramundanas para encontrar, en el vacío existencial, el tótem divino que le inyecte un ramo de rosas a los desiertos de la razón. En el fútbol – al igual que en los rituales eclesiásticos – millones de ciudadanos, encuentran en el ritual del antes, durante y después del encuentro una luz que les acompaña en el hastío semanal de sus vidas sin sentido. El contagio eufórico del grito permite a los aficionados liberarse de las cadenas que les oprimen de sus cárceles laborales. La Roja del otro permite reflejar en el sudor de la nuestra, el calor de la empatía por los colores del equipo. La fe, ante el desconcierto por el resultado, es la que alimenta durante los noventa minutos del encuentro el sueño compartido con nuestros compañeros de graderío. La materialización del sueño en forma de victoria es la analogía conceptual entre el éxtasis del aficionado y la experiencia religiosa escrita por las plumas de Santa Teresa.
El día después del partido, el leguaje de los bares y los buenos días del panadero, se decoran con el polvo difuminado de una muerte anunciada. El apagón de la emoción invita al soñador de la taberna a despertar del efecto anestesiante de las cervezas del ayer. Es hora de volver a las preocupaciones asfixiantes de la mañana. Hoy, los problemas con el jefe y las facturas de la luz, vuelven a sonar con fuerza en el despertador de la mesita. El sudor de la camiseta, el residuo del titular y la afonía del comercial son las tres capas que sedimentan el fósi de La Roja. En la barra del bar, el Marca desfila de mano en mano, mientras el "Gin Tonic" se derrama por el estruendo de la leyenda.