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Malas hierbas

El apagón puso en valor la razón que defendía Kant. Y la puso porque, sin semáforos encendidos ni otras señales lumínicas, se hizo una gestión ética de la libertad. El asfalto se convirtió en una selva urbana donde afloró la tesis del "buen salvaje" de Rousseau. Hubo un respeto por el área territorial que defiende cada animal. Y todo por un uso maduro de la razón. Ahí, queridísimo Immanuel, los humanos demostraron una mayoría de edad digna de mención. A diferencia del apagón de Nueva York, en el español no se produjeron robos ni violaciones. Se respetó la propiedad privada en un momento de vulnerabilidad. Algo que no ocurrió tras la Dana que sacudió las tierras valencianas. En aquella tragedia, se produjeron actos vandálicos que pusieron en valor "el hombre es un lobo para el hombre" de Thomas Hobbes. Así las cosas, la razón y la ética no siempre van cogidas de la mano. En los márgenes de lo cotidiano, habitan conductas animales que subestiman la función del Superyó. Es, en esos momentos, donde el ser humano se convierte en un ente impredecible.

Aún así, los anarquistas creían en el poder de la razón como instrumento de paz. Más allá del movimiento sindical, el anarquismo nunca fue una realidad. Y no fue, queridísimos lectores, porque existe el mal. Y existe, como diría Leibniz, en este mundo que es "el mejor de los posibles". No estamos, maldita sea, “exentos del mal”. Existe, por tanto, un residuo de maldad en cualquier sociedad. La maleza es esa hierba salvaje que brota una, y otra vez, en el bancal de Jacinto. Una maleza que necesita agua para vivir. Necesita la misma agua que precisa el limonero. Esa maleza inunda los huertos de la vida. Los inunda por medio de la envidia, los celos, el odio y la comparación constante con el otro. Desde que un señor dijo "esta tierra es mía", habitó la desigualdad en el mundo. Una envidia que quiso erradicar Marx mediante la sociedad comunista. En esa sociedad, el yo se convierte en "un punto" dentro de un conglomerado. Un conglomerado formado por millones de puntos. Cada uno de un color diferente, pero todos del mismo tamaño.

En la sociedad comunista, o dicho de otro modo en la "morada puntual", también existe la maleza. La maleza inunda no solo los "huertos de la cantidad" sino también los "de la calidad". Y en una sociedad basada en el "tanto eres, tanto vales" también existe la toxicidad. La gente tiene celos del otro. Y no los tiene por su casa, que mide lo mismo que la suya, sino por su "capacidad para ser". En la sociedad marxista, el ser está constituido por los roles laborales. De ahí que existan rencillas entre el médico y el abogado, o viceversa. Rencillas basdas en un conocimiento desprovisto de mercado. Así las cosas, la maleza se extiende entre trabajadores, de la privada, y funcionarios de una misma categoría profesional. Envidias entre administrativos y envidias, y disculpen por la redundancia, entre quienes ganan lo mismo por las mismas funciones. Y las hay porque somos únicos e irrepetibles. Porque no existen dos personas idénticas en el mundo. Por ello, debemos tomar conciencia de  "ciudadanos iguales pero diferentes". Solo así, desde la gestión de tolerancia a la diferencia, acabaremos con la maleza.

El desgaste de los egos

Fukuyama defiende el reconocimiento como motor de la historia. Decía que tanto las sociedades como los humanos necesitan que se les reconozca. Platón y Hegel también pusieron su acento en este aspecto. Hoy, las redes sociales trabajan en torno al reconocimiento. De tal manera que Manolo cuelga, en su muro, sus últimas vacaciones en Segovia. O Jacinto, por poner otro ejemplo, se hace un selfie – arriesgado su vida – desde el mirador de Benidorm. El reconocimiento es un instrumento del individuo para mantener la salud de su ego. El ego -o el orgullo – se convierte en un pilar fundamental para entender las interacciones sociales. En muchas ocasiones, la lucha de egos se confunde con el amor romántico. Así las cosas, algunas relaciones basan su vitalidad en una situación sadomasoquista de privación de libertad. Una situación tóxica donde los celos alimentan el ego del otro y viceversa. Esta estructura también se repite en las relaciones digitales. Los chats se convierten, en ocasiones, en un cúmulo de egos malheridos. Egos que sufren el vacío del otro. Y egos que se desgastan, una y otra vez, por ser correspondidos.

El ego, que muchas veces se confunde por autoestima, muestra síntomas de flaqueza. Y tales síntomas se manifiestan tanto en relaciones cotidianas como en relaciones internacionales. De tal modo que, en el trasfondo de muchos guerras, existe un conflicto de egos. Un conflicto para evitar que la imagen estatal sea manchada por calumnias, demagogias y bulos. De ahí que, muchos Estados desgastan su energía para salvar sus egos. Existen ejemplos como la derrota de EEUU en la guerra de Vietnam. Una derrota que dañó su ego. Un ego de superpotencia, que tardó tiempo en levantar la cabeza. El ego también sucede en la vida empresarial. Existen empresas al borde de la quiebra pero, por razones de orgullo, siguen y siguen a pesar de la verdad de sus balances. Y lo hacen, queridísimos amigos, por el "qué dirán".  Estamos, por tanto, ante un sistema que fomenta la competitividad. Un sistema de fuertes y débiles. Y en esta selva es donde se libra una batalla por la superioridad de los egos. Egos que no responden a las recomendaciones helenísticas. Egos que, alejados de la imperturbabilidad del espíritu, sufren las consecuencias de la autoexigencia.

Esta lucha por el "y yo más", nos está pasando factura. Y la factura no es otra que el deterioro de la salud mental. Detrás de muchas depresiones y ansiedades existe un desgaste del ego. En las depresiones, el desgaste sucede cuando Jacinto se compara con su "yo pasado". En esa comparación, su ego sale debilitado. Y sale porque estamos ante una sociedad de la imagen y la vida, por desgracia, es un viaje hacia la fealdad. Y en se viaje, el ego sufre el efecto del paso del tiempo. Lo mismo sucede con la ansiedad. La mirada el futuro impide que el ego disfrute de su presente. El descuido del "ahora" suscita palpitaciones y temores ante un escenario imaginario y desconocido. Las pantallas también contribuyen al desgaste. La comparación constante con otras vidas, nos convierte en sufridores de la nuestra. Y en ese sufrimiento, nuestro ego se achata y desinfla como un globo en una fiesta de cumpleaños. Utilizamos mecanismos de defensa para proteger el desgaste. De tal modo que intentamos sacar nuestra mejor versión. Intentamos lucir dientes blancos y pieles tersas. Consumimos libros de autoayuda. Y lo hacemos para salvar nuestro ego. Un ego malherido. Marherido porque navega en un océano de aguas turbulentas. Aguas alejadas de la quietud de los lagos.

De apagones y sistemas

Tras el apagón del otro día, me vino a la mente La teoría general de los sistemas, un libro de Ludwig Von Bertalanffy escrito en 1968. Este biólogo y filósofo, de origen austriaco, extrapoló las características de la teoría organicista a cualquier realidad física o social. Con estos mimbres, podemos hablar de sistemas humanos, mecánicos e informáticos, entre otros. Según Ludwig, los sistemas comparten tres premisas fundamentales: existen dentro de sistemas, son abiertos y sus funciones dependen de su estructura. Aparte de tales principios, los sistemas son homeostáticos y tienden a la entropía, el desgaste que supone su uso a lo largo del tiempo. Así las cosas, el cuerpo humano – por ejemplo -, como sistema biológico, mantiene su equilibrio estático a través de sus constantes vitales. Y, al mismo tiempo, tiende hacia el envejecimiento. Cualquier sistema se explica por la complejidad de la interconexión entre sus partes. Dicho de otro modo, el cuerpo humano no se entiende por sus partes separadas sino por la sinergia. Una sinergia donde "el todo es superior a la suma de sus partes".

Decía Aristóteles que el alma sería algo así como la lógica de los cuerpos. El alma humana explicaría el funcionamiento de nuestro cuerpo. El médico, por ejemplo, debe estudiar – a fondo – la lógica del cuerpo humano. Debe tener una visión panorámica del mismo. Existe, por tanto, una conexión entre subsistemas fisiológicos, que explican la totalidad de la máquina. De tal modo que cualquier enfermedad tiene su causa. Nadie muere sin causa. Y por tanto, el investigador – en este caso el médico – debe conocer la "nube de causas" que explica la pérdida de salud. El sistema eléctrico responde a la lógica de Bertalanffy. Está formado por un conjunto de elementos interconectados entre sí. Existe un equilibrio  – una homeostasis – que permite la supervivencia del mismo. Y existe, como decíamos atrás, una entropía o tendencia al desgaste. Lo que ocurrió el otro día fue un "fallo sistémico", intencionado o no, que terminó por apagar el sistema. Un sistema – conjunto de partes interdependientes y con un objetivo común – que perdió su salud durante diez horas. Hoy, con el sistema reconectado, se deben esclarecer las causas acerca de lo sucedido.

Existe, sí o sí, una causa explicativa. Si no se encuentra será por la impericia de los investigadores para descubrir la avería. Y para ello, deberían aplicar el método hipotético deductivo. Un método que consiste en un diagnóstico del hecho a investigar – el colapso del sistema eléctrico -, una observación minuciosa de lo acontecido, un establecimiento de hipótesis y, finalmente, un constaste de las mismas. Si los experimentos no corroboran la conjetura y, por tanto, resulta fallida. Tras la refutación de la hipótesis, vuelta al kilómetro cero. Planteamiento de una nueva y así hasta su corroboración empírica. Una corroboración que servirá para elaborar la ley oportuna y su inserción en la teoría de sistemas eléctricos, y sus posibles fallos. Esta investigación lleva su tiempo. De ahí que, por mucho que se politice el asunto, a día de hoy no se sabe lo ocurrido. Y no se sabe porque no existe ninguna hipótesis, del todo fiable, que explique con rigor "la usencia de luz artificial". De ahí que, lejos de exigir responsabilidades políticas, se debe llegar a la evidencia. Una evidencia, que como decía Descartes, explique – de forma clara (no oscura) y distinta (sin confusión) lo que sucedió la tarde del veintiocho. Mientras tanto, seguiremos sin luz en los recovecos de la caverna.

Quinielas papales

El fallecimiento del Papa Francisco I, abre el debate sucesorio. En lo que llevamos de siglo, tres papas han empuñado el cetro del Vaticano. En vísperas del conclave, que elegirá al nuevo Papa, es el momento de reflexionar sobre, cómo debería ser el nuevo líder de la Iglesia. La elección de Benedicto XVI no fue tan acertada como parecía. Fue, como sabemos, un Papa que no cumplió con el mandato vitalicio. De corte intelectual, le dio una vuelta de tuerca al conservadurismo eclesiástico. Recuperó las misas en latín y otros rituales de antaño. No abrió ningún melón, que pusiera en jaque el establishment de la Iglesia. Lejos del postureo, Ratzinger vivió, la mayoría de su reino, en los intramuros del Vaticano. Su figura contrastaba con Juan Pablo II, un "Papa viajero" que supo coser las grietas de la Iglesia. Hoy, tras veinte años de su muerte, el mundo espera – con incertidumbre – el nombre que saldrá elegido tras la "fumata blanca" de Roma.

Artículo completo en Levante-EMV

Sobre «públicas» y «privadas»

No me gusta escribir en caliente. Prefiero que el temporal amaine para deambular por las calles del vertedero. Hace una semana, el debate no era otro que la disyuntiva entre universidades públicas y privadas. Al parecer existen, en España, casi el mismo número de unas y otras. Y en esta paridad yace el debate entre "buenas", "malas" y viceversa. Recuerdo, cuando finalicé el antiguo COU. (Curso de Orientación Universitaria), mis padres atravesaban por graves problemas económicos. Tantos que, con una de las mejores notas de selectividad, no pude estudiar la carrera deseada. Y no pude porque la disyuntiva familiar oscilaba entre "comer" o "estudiar". Fueron tiempos terribles para los míos. Aunque mi padre quería que estudiara en Valencia, la realidad era bien distinta. Quería pero no podía. Y en esa angustia que suponía "querer y no poder", mis padres sufrían en silencio. De tal modo que estudié una carrera, que me gustaba pero no me enamoraba. La hice en "la pública", en Alicante.

Recuerdo como compañeros de clase. Compañeros a los que ayudaba, día tras día – en física y matemáticas – se matriculaban en universidades privadas para estudiar las carreras deseadas. Carreras que, por nota, no podían estudiar en "la pública". Así las cosas, sentí que el "mérito y el esfuerzo" no siempre son recompensados. De nada me sirvió un expediente brillante. De nada tantas y tantas horas dedicadas para la construcción de mi futuro. La infraestructura familiar – que diría Marx – condicionó las ensoñaciones de ese joven humilde de las tripas alicantinas. En esa época, queridísimos amigos, me venían pensamientos a la mente. Recordaba cuando mi abuelo – que en paz descanse – decía aquello de "la España de los pudientes". Sufrí, durante muchos años, la frustración mental. Hasta tal punto que, años más tarde, volví a la UNED y, gracias a ella, estudié tres carreras más, aparte de la que tenía. Fueron años duros. Años dedicados, en "cuerpo y alma", a los libros. Pero, al fin y al cabo, años ganados para ajustar cuentas con el pasado. Hoy, miro a los adolescentes y sufro, en silencio, cuando ni les llega la nota para "la pública", ni el dinero para "la privada".

Lejos de que en "la privada" los estudios sean más fáciles o difíciles. Y lejos de que alguien las etiquete como "chiringuitos", el Estado debería garantizar una oferta de títulos equitativa entre sendas universidades. Con ello se conseguiría una igualdad de oportunidades entre familias más y menos pudientes. La universidad, aparte de su conexión con el entorno laboral, es una institución que cultiva el conocimiento. Y el conocimiento no se debería convertir en mercancía. De ahí que existen carreras, como por ejemplo Medicina y sus derivadas, donde hay un desajuste entre oferta y demanda. Y ese desajuste repercute, por desgracia, en frustraciones y éxodos – para aquellos que se lo puedan permitir – hacia "la privada". Esta desigualdad de oportunidades suscita malestar social, y afecta, de alguna manera, a la salud mental de los estudiantes universitarios. Estudiantes que, por décimas, y con notas brillantes se ven obligados a estudiar las carreras menos deseadas. Estamos ante una "keynesianismo negativo" donde buena parte de "las privadas" corrigen, o dan respuesta, a los déficits o sesgos del Estado.

Neomercantilismo

Fukuyama defendió el final de la historia. Un final que entendió como la victoria del liberalismo sobre el comunismo. Tras la llegada de Donald Trump a La Casablanca, el sino histórico ha cambiado. Y ha cambiado, queridísimos lectores, porque sus acciones responden a marcos del pasado. Responden, como les digo, a las prácticas del Absolutismo Regio. Un absolutismo que configuró la política europea durante los siglos XVI y XVIII. El auge de las monarquías absolutas supuso el puente entre la configuración de poder medieval y el contemporáneo. Durante ese periodo, existió una intervención del Estado en la economía, el control de la moneda y el aumento de la producción propia. Estas medidas persiguieron la fortaleza del Estado-nación frente a posibles amenazas exteriores. El aumento de la producción propia se consiguió, como saben, mediante el control de los recursos naturales, subsidios a empresas, creación de monopolios, la imposición de aranceles a los productos extranjeros y el incremento de la oferta monetaria.

Las acciones de Trump refutan los postulados de Fukuyama. La ideología liberal se desmorona ante la llegada de un neomercantilismo cuyo trasfondo, no es otro, que el fortalecimiento de lo local en detrimento de lo global. Estamos ante una nueva reestructuración de la economía, a nivel mundial, que pone en valor el péndulo histórico que defendía Foucault. El neomercantilismo no es otra cosa que una defensa contra el dinosaurio chino. El "low cost" asiático, y su extensión planetaria, ha herido el orgullo americano. Tras el descalabro de Vietnam, los EEUU han luchado por lograr la medalla de oro en el podium internacional. Ahuyentado el fantasma de la Guerra Fría, y con la llegada de múltiples Organizaciones Internacionales, se consiguió – de alguna manera – una estabilidad pacífica entre los grandes rivales clásicos. La llegada de Trump simboliza la restauración del honor americano. Simboliza el rugido del león herido. Y simboliza, y disculpen por la redundancia, la venganza del "Conde de Montecristo". Estamos, pues, ante "un ajuste de cuentas" de EEUU con sus "otros históricos".

Así las cosas, EEUU se ha convertido en ese líder juvenil que nadie reconoce en la edad adulta. Estamos ante ese joven que lideró los pasillos del instituto y que, llegado a los cincuenta, vive anclado en la nostalgia. Esa nostalgia – de corte romántico – se podría definir como la resurrección del sueño americano. EEUU quiere volver a ser ese país postmoderno que reflejaba a las utopías europeas. Y para ello, para resucitar de las cenizas, necesita relevancia internacional. Necesita liderar la cruzada económica contra su enemigo y recuperar la esperanza imperial. Para ello, Trump se ha convertido en una especie de monarca, o Mesías, que – legitimado por las urnas – resucita el mercantilismo. Un mercantilismo que activa, y perdonen por la analogía, la tercera ley de Newton. Estamos pues ante el efecto de la acción-reacción. Un efecto que desemboca en mundo conformado por autarquías. Autarquías que, dentro de un marco de insuficiencia económica, nacen muertas por el reparto desigual de los recursos naturales.

Guerrafobia

Las negociaciones entre Trump y Putin, la llegada de los aranceles y el debate sobre la OTAN han abierto nuevos frentes en los diálogos callejeros. Desde hace unas semanas, en Europa, hablamos de "rearme" o "estar preparados". Hablamos, como les digo, de aumentar el presupuesto militar. Y hablamos de "kit de supervivencia". Estamos ante relatos que invitan a la preocupación de la sociedad civil. El miedo es una emoción universal. Todos los animales, y entre ellos estamos nosotros, tienen miedo ante cualquier amenaza que ponga en riesgo su zona de confort. Así las cosas, el perro siente miedo ante la presencia de un animal superior. Y siente miedo, como diría Darwin, ante las consecuencias de la selección natural. Lo mismo pasa con Manolo o Jacinto. Ambos sienten temor ante la llegada de cualquier situación que escape de su control.

Entre los miedos humanos tenemos, por ejemplo, el miedo a enfermar, morir, volar, hablar en público, a las serpientes, a las arañas, a perder la cordura y el miedo a la guerra. Existe una preocupación ante la llegada de un conflicto bélico, que tire por la borda nuestra paz histórica. Hay miedo a que, el día menos pensado, otro país bombardeé nuestros tejados. Un miedo que lo llevamos en nuestros genes. Genes de nuestros pasados, que amurallaban sus aldeas ante el temor de que el fuego hiciera mella en sus vidas. Este miedo existe cuando el ser humano percibe algo como amenaza. Cuando escucha la cerradura de su casa o cuando escucha, en los medios de comunicación, que un país cercano al suyo sufre – en sus oídos – las alarmas de la guerra. Los miedos se retroalimentan de testimonios vivos. El miedo a la guerra, por ejemplo, aumenta ante el relato de ancianos, que vivieron la Guerra Civil española. Una guerra que dejó heridas abiertas entre rojos y azules.

En estos momentos, existe una "guerrafobia" en Europa. Miles de ciudadanos viven preocupados ante el temor de un conflicto bélico que ponga en jaque sus vidas. Existe miedo a que se haga realidad el fantasma de la Tercera Guerra Mundial. Y lo hay, claro que lo hay, porque siempre existe una primera vez que supere la ficción. Y lo hay, queridísimos amigos, porque – en la historia reciente del mundo actual – hay tres señores – Stalin, Hitler y Mussolini – que hicieron mucho daño a la humanidad. De ahí que exista temor a que la Seguridad y la Paz deriven en Inseguridad y Guerra. Existe un temor colectivo al "efecto del péndulo histórico". Temor a que la historia se repita. A que se repitan, aunque con distintos protagonistas, las estructuras belicistas. A que la ambición por el territorio alumbre las sombras del pasado. El "kit de supervivencia" aviva la fobia hacia la guerra. El "kit" nos recuerda a la búsqueda de suministros en los primeros días de la Covid-19. Suministros ante la presencia de un enemigo invisible que invadía nuestras vidas.

Sobre ética y literatura

Dice Luisgé Martín, autor de El odio, que "Bretón – acusado de matar a sus hijos – es una persona muy corriente". Estas declaraciones, realizadas en una entrevista para El País, surgen con ocasión de la inminente publicación de un libro cargado de polémica. El odio, editado por Anagrama, abre el debate sobre ética y literatura. La libertad de expresión y creación literaria, ¿debe sobrepasar las líneas del sufrimiento ajeno? El daño, ¿también forma parte del arte? O dicho de otro modo, ¿el arte solo debe ser placentero? Si miramos a través de los retrovisores literarios, observamos obras que – siendo dañinas – han vendido ejemplares en la industria de la cultura. Existe, por tanto, una demanda ante tales publicaciones, que se traduce en beneficios económicos para la iniciativa privada. Esa razón instrumental, y basada en el mercado, suscita efectos colaterales.

Existe una colisión de derechos. Por un lado, asistimos al derecho a una información de relevancia social. Y por otro, el derecho a la intimidad, el honor y la imagen. Así las cosas, El odio muestra visibilidad a la criminalidad. La criminalidad, en el sentido amplio del término, está presente en la sociedad. Es una cuestión que preocupa a los ciudadanos. Sin embargo, este derecho fricciona con el respeto a las víctimas. Respeto a Ruth Ortiz – madre de los niños asesinados – a vivir el duelo en privado. Respeto a que semejante tragedia no sirva de reclamo literario. El dolor, de esa madre, debe ser tan intenso que cualquier consuelo es poco ante lo sucedido. Así las cosas, estamos ante un tema difícil de abordar. Difícil porque la razón – el argumento literario y legal – ha olvidado al emocional. Ha olvidado el dolor que causa la publicación. Diría Kant, en su imperativo categórico, no hagas aquello que no te gustara que te hicieran. Luego a nadie, y disculpen por la universalidad, le agradaría que hurgaran en sus heridas.

Llegados a este punto, ¿se debe o no publicar el libro de Bretón? Con los mimbres legales sobre la mesa – según un juez de Barcelona – el libro debe ser publicado. Parece que prevalece la libertad literaria sobre el dolor de las víctimas. Aún así, la Fiscalía de Menores pide a la Audiencia de Barcelona que paralice inmediatamente la publicación de la obra. Con los mimbres éticos, el libro – y es la opinión de este humilde bloguero – no debería salir a la luz. Decía Sócrates "que nadie hace el mal a sabiendas". En este caso, y perdonen mi atrevimiento a contradecir al maestro – existe un daño manifiesto en las víctimas. Existe, al mismo tiempo, una "banalidad del mal", en palabras de Hannah Arendt. Una banalidad porque, en caso de que se publicara, Luisgé Martín lo haría porque el sistema se lo permite. Aún así, ¿se puede hacer el bien a costa del mal ajeno? Existe algún residuo de bien en divulgar el mal. Y cuando hablo del mal, me refiero a la narración de la atrocidad. No, no creo en un arte de lo inapropiado. No, la experiencia lectora no se debe sustentar con los efectos colaterales del dolor ajeno.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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