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Mascarillas

El otro día, mientras tomaba una copa en El Capri, un tipo que estaba sentado a dos taburetes del mío, me preguntaba por el Covid. Me preguntaba sobre el número de infectados en mi pueblo. Le dije que estaba desconectado del mundanal ruido. Que desde hacía dos semanas, no escuchaba las noticias. Que lo único que escuchaba eran canciones de mi juventud. Una juventud, le dije, de drogas, mujeres y desenfreno. Me comentó que Donald Trump había contraído el coronavirus, que Madrid se hallaba en el kilómetro cero de la pandemia y que él estaba hasta el gorro de llevar la mascarilla. Lo peor de la mascarilla, me decía, es el olor a saliva y el dolor de las orejas. Más que dichos inconvenientes, lo peor – le dije – es que, con el paso del tiempo, estamos perdiendo el dibujo de la cara. Tanto que algunos niños y niñas, desde que comenzó el instituto, aún no conocen el rostro de sus profesores.

Me dijo que su nieta se quedó sorprendida cuando Raquel, su profesora de matemáticas, se quitó la mascarilla. Se quedó perpleja, me decía, porque no se la imaginaba así. El rostro que había dibujado en su mente difería, y bastante, del que tenía delante. La mascarilla, le comentaba, nos ha convertido en seres diferentes. La boca y los ojos guardan paralelismos. Tanto que unos ojos tristes no encajan con la peor de las sonrisas. Cada día que pasa, nos acordamos menos de la boca. Nos acordamos menos de la comisura de los labios, de la blancura de los dientes y del contagio del bostezo. La mascarilla disimula las imperfecciones de la cara. Sirve de escudo y maquillaje ante los azotes de la vida. Y nos hace ovejas similares en la multitud del rebaño. Sin mascarilla, me decía el tipo del Capri, la voz suena diferente. Sin mascarilla ganamos en confianza. Y ganamos, faltaría más, porque la honestidad del ser humano no es otra que la autenticidad entre lo que piensa, lo que dice y manifiesta.

Esa autenticidad solo se descubre mediante la lectura de la cara. Tanto es así que miles de amantes, cuando desconfían entre ellos, dicen aquello de: "mírame a la cara". Las personas somos como casas. Algunas con fachadas elegantes e interiores malolientes. Otras, con puertas humildes e interiores elegantes. Y casi todas con recovecos que dejan al descubierto lo que la verdad esconde al trasluz de sus cortinas. La cara, y valga la metáfora, es el recoveco de nuestro mundo interior. A través de sus millones de gestos, nos asomamos a la verdad de los otros. El rostro nos muestra el delincuente, el canalla, el cura o el currante que todos llevamos dentro. Con mascarilla el misterio, que cada uno guarda detrás de su lenguaje, cuesta horrores descifrarlo. Con mascarilla, perdemos una parte importante del relato. Perdemos accesibilidad y autenticidad. Y perdemos, y esto es lo más crudo, credibilidad, confianza en el diálogo y sinceridad emocional. Sin mascarilla, nos convertimos en combatientes sin escudo en medio de la adversidad.

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2 COMENTARIOS

  1. jordi cabezas salmeron

     /  9 octubre, 2020

    me gusta, como siempre

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  2. Conchita Lloria

     /  10 octubre, 2020

    También decimos! !qué cara dura tiene! Y el rostro es el espejo del alma, aunque no sepan lo que es el alma, que yo definiría como el rostro del pensamiento. .la mascarilla realmente cubre todos los, aspectos descriptos en el artículo.

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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