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Las vergüenzas del ayer

El patio de la cárcel, en palabras de Alejandro, es como el "estado de naturaleza" de Hobbes. Un lugar donde la fortaleza emocional es imprescindible para sobrevivir sin libertad. Durante diez años, estuvo preso en Foncalent. Todo ocurrió cuando hacía "la mili" en "los regulares" de Melilla. Allí, dicen las malas lenguas, se rodeó de malas compañías. Tanto es así, que jugó con fuego y se quemó; lo pillaron con no sé cuantos kilos de hachís, cuando desembarcaba en el puerto de Almería. Alejandro es un hombre de pueblo. Su padre – que en paz descanse – regentaba una charcutería en la calle de "los Patatas".  Durante la infancia, jugaba a las canicas en el callejón de "los Albertos" y al fútbol con pelotas de plástico. Cuando era adolescente frecuentaba "la Trébol", una discoteca del pueblo, donde las chicas se soltaban la melena en los rincones oscuros del fondo. 

Su paso por la cárcel supuso un antes y un después en la huella de su vida. Muchas clientas de su padre dejaron de comprar en la charcutería y, el cura – don Salvador – dejó de saludar a su madre. Tanto daño causó a los suyos su estancia en Foncalent, que su hermana tuvo que buscarse la vida en la capital, ante la imposibilidad de trabajar en los intramuros de su pueblo. Y todo – queridísimos lectores – por el estigma social de su hermano. Aunque Alejandro era un tío inteligente cometió la mayor tontería de su vida: correr un riesgo innecesario. En prisión, se matriculó en la UNED en los estudios de Derecho. Con muchísima constancia y fuerza de voluntad obtuvo la licenciatura con premio final de carrera. Todo un logro – y de ello les doy fe – para una persona que "no sabía ni abrir un libro", y para más inri “había infringido la Ley".

Cuando le faltaba un año para cumplir su condena, falleció su padre. En el entierro notó la repulsa de los suyos. Se dio cuenta de que las miradas del ayer, no eran las de hoy. Se dio cuenta – y perdonen por la redundancia – de que los otros veían en él, a un "desviado social". Había pasado casi una década entre rejas, y como dicen las hijas de Andrés: "los años no pasan en balde".  Alberto – su amigo de las canicas – ya no era el "guaperas" de la Trébol. Ahora era un cincuentón; calvo y con barriga. Aurora – la hija del tabernero – se había convertido en una mujer elegante; conducía un coche caro y olía a Chanel. La cerrajería de su tío, ahora era la oficina del Banco Sabadell. Y, para postre, Adela – su novia durante cinco años – era la esposa de Javier, el alumno preferido de doña Inés. "La vida es un pedacito de tiempo; unos lo aprovechan y otros lo malgastan", dijo Francisco, el cuñado de su padre.

Cuando cumplió la condena, Alejandro huyó hacia Madrid. Sabía que en su pueblo no tenía nada que hacer. En la capital encontró trabajo como asesor jurídico. Allí, decía: “aprendí a conducir". Puso en práctica el grado de la UNED y consiguió disolver la mancha del ayer. Un día, mientras paseaba por la Castellana, se encontró con Gregorio – un viejo conocido del pueblo -. Después de un fuerte abrazo, Gregorio le dijo que sabía lo de la cárcel. Alejandro se dio cuenta que su pasado formaba parte de él. Lo podía esconder y disimular para que "los nuevos personajes de su vida" no tuvieran constancia de sus tiempos de Foncalent. Ahora bien, en cualquier momento podía aflorar; era como un cáncer latente que viajaba con él. Cuando llegó a casa, puso la Sexta Noche; estaban discutiendo Inda y Errejón. La política – pensó – es un tira y afloja perenne entre presente y pasado. Por mucho que quieran – los políticos – esconder las vergüenzas del ayer, siempre habrá un Gregorio o un José que las sacará a relucir. ¡Cuánta razón tenía Machado!

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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