Desde la separación de sus padres. Las vidas de Santiago y Gregorio corrieron por sendas alejadas. Las semillas de “los Narejo” crecieron como árboles endémicos al acecho de sus huertos. Después de quince años sin oír el timbre de sus ruidos, las desgracias de la vida juntaron en el silencio del tanatorio a los hijos de Francisca. Entre lágrimas y lamentos, los familiares y amigos del "señor del sombrero", mostraban el pésame a los versos de la oda. Las miradas de los corrillos y las habladurías de la gente, ponían de relieve el contraste de colores entre la entereza de Santi y el derribo de su hermano.
Con la que está cayendo – decía el cuñado de la viuda, mientras hablaba con el tendero -, cada vez que veo a "los sinvergüenzas de la Derecha", solo pienso en ir a Génova y arrojar por esta boca: todo el arsenal de mala leche que corre por mis venas. No es la Derecha – le replicó el sobrino de Francisca -, sino la idiosincrasia política; la que invita a los mediocres a no creer en sus elegidos. Mientras nosotros -los hoestos – hacemos malabarismos para pagar nuestras hipotecas. Los otros – los corruptos – se aprovechan de nuestra ignorancia para moverse como ratas por las cloacas del Estado. Recuerdo en los tiempos de Felipe – afirmaba el señor de las muletas – cuando el Diario-16 destapó el melón de las verdades. Mientras en aquellos tiempos eran: "Roldanes, Veras y Barrionuevos", ahora son: "Bárcenas, Urdangarines y Correas", los que lucran sus bolsillos a costa de nuestro dinero.
Entre la columna y la cortina, los hijos de Aurelio intercambiaban impresiones sobre el periplo de sus vidas. Recuerdas – decía Gregorio, mientras miraba las canas de su hermano -, cuando jugábamos en la cama a tirarnos los cojines. Siempre se levantaba mamá a poner paz en medio de la contienda. El pijama azul que te regaló la abuela, terminó en la basura tras el enganchón que le hicimos con el canto de la mesita. Eran tiempos de alegrías. Lo único que nos preocupaba era hacer bien los deberes para que los papás nos llevasen a la feria de la plaza. La vida, querido hermano, es como las cebollas: cuanto más cerca las miras, más lágrimas caen en el seno de sus capas.
En la cafetería contigua, el sabor amargo a café envolvía los discursos de los sobrinos de Narejo. Mientras Jacinto leía El País, su primo José comentaba en voz alta las vergüenzas del Duque. ¿Qué necesidad tenía el yerno del Rey de querer volar tan alto, si por el simple hecho de casarse con Cristina podía disfrutar del mejor de los manjares? Al final por mucho que atesores en vida, todos somos iguales en los mares de Manrique. Mira el tío – exclamaba un Jacinto entristecido – luchó como un condenado para atesorar riqueza en vida y sin embargo, con todo el oro que tenía; no pudo comprar su salud al ejército de células rebeldes.
La lluvia del día después, cubrió de paraguas al asfalto sevillano. El adiós a Aurelio Narejo convirtió a la plaza de la iglesia, en una procesión de humildad ante los restos del amigo. Las corbatas de la Derecha y los “monos” de la Izquierda se entremezclaron como gotas amarillas en los tiempos de tormenta. Es una pena – dijo Francisca al enterrar a su marido – que solamente los pueblos se unan por las penas de los otros. En los tanatorios muchas familias recobran las palabras suspendidas, después de romper los muros construidos con los ladrillos del orgullo. El reencuentro de los hermanos, sirvió a los hijos de Narejo para reconocer que: hasta los pijamas enganchados siguen descosidos en la memoria de los adultos.