Decían los presocráticos que las rocas más pesadas se convertirían en arenas polvorientas por las caricias de millones de gotas procedentes de las fuerzas naturales. El envejecimiento de las montañas – decían aquellos sabios de la Grecia profunda – se debía al dulce roce que ejercían los Anemoi en las cimas de los cerros. Los collados viejos eran conjuntos rocosos que habían sustituido el pico puntiagudo de sus cúspides por las curvas del desgaste. Esta dialéctica entre dioses y naturaleza movía las turbinas de la historia hacia las sendas de la ciencia.
El señor de los vientos controlaba desde los aposentos de Eolia el sentido de las tempestades. Rodeado de turbulentos remolinos, el hijo de Hípotes apuñaba el cetro de las erosiones y dirigía el sino de las lógicas naturales. Con sus barbas desdeñadas y las nubes como atuendo – Boreas, el devorador – traía al pueblo de la democracia las frías noches de invierno. Desde la cueva de Tracia – el fructificador del oeste, Cefiros – anunciaba los colores rojos y amarillos de la tranquila primavera. Noto, traía fuertes tormentas de verano. Tormentas que anunciaban malos augurios en el pueblo de la necrópolis. El tercer hermano de los Anemoi – la flor marchitada de Grecia – se llamaba Euro y vivía en los desiertos de África. Sus ráfagas envolvían el calor sofocante del Sahara y lo trasladaban a las orillas de Creta.
Los caballos de Eolo solían salir cuatro veces al año desde el establo que los ataba. El trote elegante de los corceles rompía la estética de sus relinches durante los cambios estacionales. Euro, dicen las plumas secas de la historia, estaba siempre encerrado en los sótanos de Eolia. El desprendimiento de su calor sofocante no le permitía a su jinete soportar el resoplido agonizante de sus dientes. La salida de su establo supondría un suicidio colectivo para los brazos terrenales. Los tres hermanos morirían y el kaos de los vientos se convertiría en el infierno de los días.
Este hermano del viento nunca llegó a soplar en los recovecos históricos de Grecia. Si alguna vez se escapase de los lazos que lo sujetan – dicen las leyendas helenas – el pueblo de la democracia moriría de sed por el irresistible calor emitido por las rárfagas del corcel. Grecia sería – dice la rumorología – el Sahara del mañana si no existiese un Sancho que devolviese a Euro a los establos de su ser. Mientras ello no suceda, el pueblo de la filosofía desgastará las rocas de su historia hasta convertirlas en cerros envejecidos. Tecnocracia erosionada por la caída incesante de millones de lágrimas procedentes del llanto amargo de sus habitantes.