Desde los foros asiáticos de la pobreza se entiende por Estado Fuerte a aquel gobierno con suficiente organización y poder racional para alcanzar las metas de su desarrollo. La fortaleza de un pueblo, dicen las lenguas niponas, depende de unos príncipes capaces de realizar y llevar a cabo políticas que protejan los intereses comunales, asegurando el desarrollo a largo plazo. La capacidad para proporcionar una dirección económica coherente, un liderazgo consolidado y una burocracia eficaz y honesta, son los mimbres necesarios para edificar una interpretación beneficiosa en la leyenda de los DAFO.
Los pueblos de hierro son aquellos que no se dejan cortejar por las corporaciones extranjeras. Las mismas multinacionales que buscan en las penurias del otro las causas de su riqueza. Es precisamente, la dialéctica entre la sustentabilidad del Estado Fuerte y el ritual de conquista del Mercado omnipresente, la que somete a los pobres a comer eternamente las migajas que se desprenden del festín capitalista. La reducción de la corrupción y el control interno sobre quién se beneficiará de los proyectos de desarrollo son los mecanismos indispensables para frenar la carrera a los caballos utilitaristas de la pobreza. El fortalecimiento de un Estado, dicen los recovecos históricos, no equivale a dictaduras militares sino a la empatía de las élites con las angustias civiles. Solamente a través del intercambio de roles entre Sanchos y Quijotes, los pueblos consiguen vencer los obstáculos que se interponen en sus sendas decisorias.
Las aldeas de paja son aquellas que no han resistido a las tentaciones corto placistas de los mercados. El interés de los de arriba en mantener la pobreza de los de abajo ha escondido durante siglos en los sótanos del secreto a las llaves de la igualdad. La corrupción burocrática y la falta de control interno sobre los beneficios del desarrollo han sembrado los bolsillos de cientos de jefecillos dispersos por las cloacas del capital. La política de las metralletas ha mantenido la silueta histórica de miles de dictaduras decoradas con medidas populistas para legitimar los negocios y chanchullos de los líderes del gatillo.
En días como hoy, la España de Rajoy huele al hierro fundido de sus forjados olvidados. El crepitar de la paja dibuja en el horizonte cercano la silueta negra de sus nubarrones. El botín de la batalla se esconde debajo del manto polvoriento levantado por el relinche de los caballos. El cetro de la Moncloa yace quebrado junto a los sables de los mercados. La carroza de Europa – la misma que vislumbraron griegos, irlandeses y portugueses – atraviesa las cortinas de Hispania para saludar a los moribundos de la contienda. La guerra está perdida.