Fukuyama defiende el reconocimiento como motor de la historia. Decía que tanto las sociedades como los humanos necesitan que se les reconozca. Platón y Hegel también pusieron su acento en este aspecto. Hoy, las redes sociales trabajan en torno al reconocimiento. De tal manera que Manolo cuelga, en su muro, sus últimas vacaciones en Segovia. O Jacinto, por poner otro ejemplo, se hace un selfie – arriesgado su vida – desde el mirador de Benidorm. El reconocimiento es un instrumento del individuo para mantener la salud de su ego. El ego -o el orgullo – se convierte en un pilar fundamental para entender las interacciones sociales. En muchas ocasiones, la lucha de egos se confunde con el amor romántico. Así las cosas, algunas relaciones basan su vitalidad en una situación sadomasoquista de privación de libertad. Una situación tóxica donde los celos alimentan el ego del otro y viceversa. Esta estructura también se repite en las relaciones digitales. Los chats se convierten, en ocasiones, en un cúmulo de egos malheridos. Egos que sufren el vacío del otro. Y egos que se desgastan, una y otra vez, por ser correspondidos.
El ego, que muchas veces se confunde por autoestima, muestra síntomas de flaqueza. Y tales síntomas se manifiestan tanto en relaciones cotidianas como en relaciones internacionales. De tal modo que, en el trasfondo de muchos guerras, existe un conflicto de egos. Un conflicto para evitar que la imagen estatal sea manchada por calumnias, demagogias y bulos. De ahí que, muchos Estados desgastan su energía para salvar sus egos. Existen ejemplos como la derrota de EEUU en la guerra de Vietnam. Una derrota que dañó su ego. Un ego de superpotencia, que tardó tiempo en levantar la cabeza. El ego también sucede en la vida empresarial. Existen empresas al borde de la quiebra pero, por razones de orgullo, siguen y siguen a pesar de la verdad de sus balances. Y lo hacen, queridísimos amigos, por el "qué dirán". Estamos, por tanto, ante un sistema que fomenta la competitividad. Un sistema de fuertes y débiles. Y en esta selva es donde se libra una batalla por la superioridad de los egos. Egos que no responden a las recomendaciones helenísticas. Egos que, alejados de la imperturbabilidad del espíritu, sufren las consecuencias de la autoexigencia.
Esta lucha por el "y yo más", nos está pasando factura. Y la factura no es otra que el deterioro de la salud mental. Detrás de muchas depresiones y ansiedades existe un desgaste del ego. En las depresiones, el desgaste sucede cuando Jacinto se compara con su "yo pasado". En esa comparación, su ego sale debilitado. Y sale porque estamos ante una sociedad de la imagen y la vida, por desgracia, es un viaje hacia la fealdad. Y en se viaje, el ego sufre el efecto del paso del tiempo. Lo mismo sucede con la ansiedad. La mirada el futuro impide que el ego disfrute de su presente. El descuido del "ahora" suscita palpitaciones y temores ante un escenario imaginario y desconocido. Las pantallas también contribuyen al desgaste. La comparación constante con otras vidas, nos convierte en sufridores de la nuestra. Y en ese sufrimiento, nuestro ego se achata y desinfla como un globo en una fiesta de cumpleaños. Utilizamos mecanismos de defensa para proteger el desgaste. De tal modo que intentamos sacar nuestra mejor versión. Intentamos lucir dientes blancos y pieles tersas. Consumimos libros de autoayuda. Y lo hacemos para salvar nuestro ego. Un ego malherido. Marherido porque navega en un océano de aguas turbulentas. Aguas alejadas de la quietud de los lagos.