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Árboles doblados

Aparte de sociólogo, soy profesor de secundaria. Antes trabajé en Escuelas Taller, Casas de Oficios y Talleres de Empleo. En tales programas, desempeñé la docencia e inserción sociolaboral con colectivos en riesgo de exclusión social; alumnos provenientes del fracaso escolar, con la autoestima por los suelos y con un severo odio al olor a tiza. Recuerdo que detrás de cada adolescente había un drama familiar: padres alcohólicos, desempleo, hermanos drogadictos, malos tratos e incluso madres prostitutas. Aquellos años de mi vida fueron, sin duda alguna, los que más me desarrollaron como persona. Más que un doctorado en psicología y que todas las carreras juntas. Aquellos adolescentes fueron, para mí, una ventana abierta a un paisaje de árboles abandonados, endémicos de frutos, y con maleza por los suelos. Árboles doblados, les decía, con muchísima falta de regadío, y cuidados intensivos para enderezar sus tallos y curarlos de por vida. Ese era mi reto: convertir a alumnos, a los que nadie daba un duro por ellos, en gente de provecho para el día de mañana.  Tarea difícil, si tenemos en cuenta que la mayoría provenía del fracaso escolar, con expedientes manchados, e incluso algunos habían pasado por centros de menores. Eran alumnos de la calle, gente sin modales, con escaso vocabulario, y cuya frase más repetida en su jerga cotidiana era: "me cago en tu puta madre". Las pocas canas que tengo – en ocasiones se lo digo a mi mujer – me salieron en aquellas "jaulas" de las tripas alicantinas.

A una compañera de trabajo, estos alumnos la llevaron por el camino de la amargura. Tanto es así que un día le pusieron una "mierda" encima del capó de su coche; otro, la grabaron por el móvil; otro, le escondieron el almuerzo. Y así, un día sí y otro también, hasta que consiguieron – los muy "cabrones" – lo que querían: que la pobre mujer se cogiera la baja y abandonara la enseñanza. Desde el primer día de clase, Amelia no conectó con ellos. Aparte de ser una "máquina" en lo suyo – licenciada en pedagogía y premio fin de carrera – , mi compañera no se daba cuenta que su sabiduría no era condición suficiente para que su público aprendiera. No lo era, les decía, porque este tipo de alumnos, lo último que querían era una profesora que les removiera sus heridas escolares. Eran adolescentes "ni ni", ni querían trabajar, ni muchísimo menos estudiar. Lo único que buscaban era "calentar la silla" a cambio del aprobado. Las clases magistrales, los exámenes y las notas no era la tecla adecuada para dominar a las "fieras". No olvidemos que detrás de algunos fracasos académicos se escondían mentes brillantes. Mentes, desaprovechadas por sus circunstancias vitales, que si hubiesen estado en otro cesto, otro gallo cantaría. Eran, por tanto, adolescentes desmotivados ante la ausencia de una causa que les moviese a luchar en la vida. Una causa, les decía, que les subiese la autoestima y les alejase del riesgo de caer por los barrancos de la droga. No olvidemos que existe una alta correlación estadística entre fracaso escolar, drogadicción y delincuencia.

El primer día de clase, la tensión en el ambiente se podía cortar con un cuchillo de cocina. Tanto es así que ese día tuve que tomarme un paracetamol, ante la invasión de energía negativa que recibió mi sistema. A partir de ahí, me di cuenta que no podía dirigirme a ellos como lo hicieron sus profesores de secundaria. No podía, les decía, porque esas teclas no funcionaron en su día y muchísimo menos ahora. La Escuela Taller era, para ellos, el último cartucho en su senda por las aulas; y mi función como profesor era esencial para enderezar su camino. Olvidé, durante un mes, todo el "rollo" de leyes, exámenes y notas; y puse toda mi atención en cambiar sus actitudes. Me di cuenta que a ellos "les importaba un bledo" los exámenes. Les importaba un bledo, les decía, porque la mayoría no estaban ahí por vocación sino por una cuestión de comodidad; un medio fácil para aprender un oficio con la ley del mínimo esfuerzo. Al fin y al cabo, no nos engañemos, estas Escuelas Taller y programas similares son un buen artilugio para aminorar las tasas de paro. Así las cosas, me puse manos a la obra. Lo primero que hice fue que cambiaran su percepción acerca de mi persona. No quería que me percibieran como un profesor más, de aquellos que "le fastidiaron la vida", sino como un guía en su camino; alguien con quien hablar de sus temas, sin considerárselos tonterías. A renglón seguido rasqué la capa que los envolvía y averigüé cuáles eran sus auténticos deseos. Y por último trabajé hasta el hastío la escucha activa. Me convertí en "el párroco de la escuela", al que todos le cuentan sus secretos y pecados. Gracias a esta estrategia conseguí romper el escudo que los envolvía. Una vez roto descubrí cuáles eran sus miedos y temores; sus sueños rotos y, sobre todo, de dónde procedía la "sangre de sus heridas".

Aquellos adolescentes ya no me veían como un profesor que iba a amargarles la vida, sino como alguien que les guiaba y ayudaba en la búsqueda del camino. Había ganado mi primera batalla, ¡bravo!, pero todavía faltaba la guerra. La segunda fase consistió en transmitirle los conocimientos de mi módulo – Formación y Orientación Laboral – mediante una metodología funcional. Para ello, para que ellos percibiesen que mi enseñanza les servían para algo el día de mañana, les puse ejemplos basados en sus inquietudes e ilusiones. No olvidemos que yo fui su "párroco de escuela", luego sabía que ejemplos ponerles para despertar su curiosidad por la materia. Con esa estrategia conseguí que se interesaran por el módulo; que no lo vieran como algo aburrido y alejado de la calle. Otra herramienta que utilicé para llevármelos a mi terreno fue, sin duda alguna, el refuerzo positivo. Con ello conseguí subirles su autoestima, punto imprescindible para el éxito en los estudios. Nunca les reforcé en negativo, sino todo lo contrario. Ante lo que no me gustaba de ellos: indiferencia. Ante lo que me gustaba: reconocimiento público. Al poco tiempo, el vocerío de las clases y las palabras malsonantes se fueron esparciendo; hasta tal punto que cuando alguno soltaba una palabreja en clase, los otros le miraban de reojo. Le puse pasión, muchísima pasión, a mi trabajo y ellos – mis alumnos – lo percibieron. Vieron en mí, que no era un profesor que iba a "poner la mano a final de mes", sino un docente que creía en lo que hacía y, lo más importante, que creía en ellos (los protagonistas del programa). Y por último, nunca les puse notas numéricas. Solamente utilicé los términos: bien, muy bien o excelente. Con ello, evité agravios comparativos y eliminé de la jerga de mi aula: la palabra "suspenso". En días como hoy, una década más tarde, todavía recibo correos electrónicos de aquellos adolescentes perdidos; algunos de ellos: padres, abogados e ingenieros. 

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3 COMENTARIOS

  1. Cati Cifuentes Salcedo

     /  23 diciembre, 2014

    Agradecida por la lectura. Refleja el acercamiento de un profesor al universo de algunos alumnos desmotivados por equis circunstancias sociales. El trabajo para ellos, el trato respetuoso, sirvieron para el respeto mutuo. Gracias otra vez.

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  2. Excelente artículo …
    Tan solo por la educación puede el hombre llegar a ser hombre. El hombre no es más que lo que la educación hace de él. (Immanuel Kant)

    Felices Fiestas

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  3. Rafael

     /  27 diciembre, 2014

    EDUCACIÓN: Término incomprensible para muchos teóricos de la enseñanza, pero claro y diáfano en ocasiones como la del relato.

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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