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Cartas de despedida

Tras varias horas, atrapado en la cueva de mi recreo, decidí pasear a Diana por las calles del vertedero. Mientras deambulaba por los callejones de la hipocresía, encontré cientos de postverdades en los contenedores del ahora. Entre los escombros de mi mente, se hallaban recuerdos de los tiempos cadavéricos. Entre ellos, estaba el día que conocí a Lola, una mujer a deshoras de las tripas alicantinas. Tras varios minutos de disimulo y cortesía, entendí que, en ocasiones, la intuición sirve más que miles de discursos al estilo aristotélico. Hablamos sobre Felipe González y los contratos basura; sobre el mercado común y las cenizas del fraguismo. Y hablamos de máquinas tragaperras, de amores clandestinos, de secretos de alcoba y de los tentáculos que mueven la realidad del sistema. Era, lo recuerdo con nitidez, una noche de enero; de esas que el frío enoja a la luz de las farolas. Una noche de luna llena, como la que lucía en los campos de Mauthausen en la víspera del paseíllo.

Mientras paseaba a Diana, el olor a Ducados se entremezclaba con los agudos del saxo en las tinieblas del garito. El jazz se convirtió en el refugio de mis penas. Un refugio que insuflaba a mi vida el aliento necesario para evitar la condena. Eran tiempos malos para los míos, tiempos de migajas, de envidias y recelos. Tiempos de perversión y deseo. Tiempos, y disculpen por el abuso, donde el olor a carmín envolvía de pecado el sudor de la camisa. La tentación, me dijo un tipo en El Capri, es la manzana prohibida que muerden los honestos cuando, por hache o por be, la vida les premia con dinero. El humo era tan espeso que los recuerdos se perdían por las calles del vertedero. En un momento del paseo, la perrita se detuvo. Me miró a los ojos con cara de vergüenza. Me miró con el mismo rubor que miran los honrados cuando son pillados con la gallina entre las manos.

Desde mi espalda colgaba una mochila con piedras pesadas, residuos del pasado y cicatrices de navajas. Tras una hora de camino por el fango, decidí tomar una cerveza en las tinieblas de El Capri. Allí, en la barra del garito estaba Jacinto, un albañil jubilado, de esos que dicen tacos y hablan sin tapujos en la lengua. Tras un apretón de manos, sacó de la cartera una carta manuscrita de la España del franquismo. Era una carta de su padre, un hombre asesinado, decía él, por decir lo que pensaba; por nadar contra corriente; por ser un ingenuo de la vida. Me dijo que por favor se la leyera. Quería saber el mensaje que habitaba entre los interlineados del manuscrito. Mientras se la leía, escuchaba en mis adentros las voces angustiadas de quienes murieron aquella noche en el patio la cárcel. Era una carta bien escrita, con los puntos sobre las íes y un lenguaje culto propio de los curas. Era, maldita sea, un relato escrito, escrito en nombre de su padre, por un escriba del régimen. Un servidor de Franco que se ocupaba, sin más honra ni pecado, de la escritura de cartas de despedida.

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1 COMENTARIO

  1. Gran reflexión …

    Saludos

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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