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Viuda de blanco roto

Tras varias horas, encerrado en la soledad de mi despacho, decidí dejarme caer por El Capri. Hacia una semana que no hablaba con nadie y, la verdad sea dicha, echaba de menos los estribillos de la barra. Mientras leía el periódico, llegó una señora de unos cincuenta pasados. De piel morena y gafas oscuras, se sentó a dos taburetes del mío. Pidió un carajillo, bien cargado de coñac, y se puso a hablar con Peter. Por su acento supe que no era de la zona; decía "zapato" en lugar de "sapato" y, para más inri, pronunciaba las eses como si fuera de Salamanca. Tras un rato de incómodo silencio, sacó un Ducados de su bolso y me pidió fuego. Le dije que llevaba treinta años sin fumar; que fumé cuando el Malboro valía doscientas veinticinco pesetas, y que lo hice para impresionar a las niñas que bailaban en la Trébol, una discoteca de mi pueblo. Mi padre enfermó de cáncer de vejiga. Todavía recuerdo el día que el oncólogo – don Enrique – le dijo que el intruso de su cuerpo era amigo del tabaco. Fueron malos años para los míos, años de miedo y cobardía ante la culpa por la osadía.

Tras varios minutos de charla pasajera, me preguntó cómo me ganaba la vida. Le dije que era profesor de instituto, un oficio duro para los tiempos que estamos. El diálogo transcurrió de lo superficial a lo profundo. Transcurrió como si estuviéramos desnudando cebollas en medio de un huerto sin árboles. Hace un mes que falleció su marido; un accidente de moto acabó de un plumazo con quien fuera su peor pesadilla. Se fue tras una vida marcada por el dinero, el despilfarro y las infidelidades consentidas. Empresario de renombre, ella se convirtió en su florero. Un florero de rosas marchitadas; de semillas ahogadas por la densidad de la maleza y, de grietas imborrables por infinitas discusiones los fines a deshoras. Ahora se sentía libre. Tanto, que vestía de blanco roto, tras treinta años de luto por la muerte de su sueños. Sueños apagados por el patriarca de su cárcel. Una cárcel de muros construidos con ladrillos de silencio. Mientras hablaba con ella, sonaba de fondo el Cadillac Solitario del amigo Loquillo; un tema que me recordaba a mis tiempos golfos. Tiempos donde lo único importante en mi vida, era que llegara el sábado por la noche; un momento mágico para emborracharme con los colegas en el garito de la esquina.

El olor a Ducados era característico del Capri. Un olor que apagaba la fragancia a jazmín, que desprendían las busconas los viernes a deshoras. En aquellos años, los corredores de fincas se dejaban caer por el garito. Tanto que las servilletas se convertían en el papel de sus contratos. Eran señores con cabezas despobladas, barrigas abultadas y de fácil verborrea. De ellos aprendí las vocales del negocio. Aprendí que las cosas no tienen precio sino que todo depende de las ganas de vender y de las ansias de comprar. Los buenos tratos son aquellos donde se junta el hambre con las ganas de comer. De vez en cuando, Peter recibía alguna que otra propina a cambio de silencio. A veces, aquellos señores llevaban al Capri mujeres de compañía. Mujeres para que algunos vendedores cayeran en la tentación de la carne y, emborrachados por el vicio, firmaran el contrato. La viuda de blanco roto hacia aros con el humo del Ducados. Aros de sosiego ante una atmósfera cargada de excesos y secretos; una atmósfera de amores fracasados, sueños incumplidos y vidas sin sentido.

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1 COMENTARIO

  1. El Decano

     /  12 marzo, 2018

    Conviene saber que El Capri no es patrimonio solamente de tu pueblo, hay muchos otros Capris que igual que el tuyo son sanatorios, pasarelas, vomitorios o capillas. Todo depende de quién y para qué entremos en él. Pero mas conviene pensar que hay gente que, como tú, lo mantiene vivo y lo dignifica con esa sensibilidad que te caracteriza.
    Muchas Gracias.

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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