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Polarizados

De todas las candidatas, la Fundación del Español Urgente (FundéuRAE) ha elegido, como palabra del 2023, "polarización". Según este organismo, "Es uno de los términos que más ha resonado a lo largo del año, en relación con diferentes cuestiones: políticas, sociales, de ideas, en el área de las redes sociales… Aunque, originalmente, el sustantivo polarización aludía a ideas complementarias, como puede ser el contraste entre ciencias y humanidades, hoy también se emplea de manera específica para referirse a situaciones en las que hay dos enfoques o bandos extremos, en ocasiones con una idea implícita de conflicto". Decía Wittgenstein, filósofo del lenguaje, que "Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo". Siguiendo su reflexión, "polarización" sería un reflejo de nuestra realidad. La relación entre los términos y las cosas, o dicho de otro modo, el problema de los universales inquietó a buena parte de los filósofos medievales. Así las cosas, hubo un debate acalorado entre los realistas – que defendían que los universales existían verdaderamente al modo de la ideas platónicas – y los nominalistas – que defendían que solo existen los entes individuales, no existe "la persona" sino esta persona o aquella -.

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Recuerdos de Navidad

Tras la cena de Nochebuena, le puse el collar a Diana y salí, como de costumbre, a dar una vuelta a la manzana. En la soledad del paseo, me perdí por las callejuelas de la nostalgia. Allí, sin una brújula a la mano, deambulé por las aceras de mi infancia. Me venía a la mente, la imagen de mis padres en casa de mis abuelos. A eso de las nueve, todos veíamos el mensaje de S.M. Y lo veíamos "en color", en la Telefunken que había junto a la chimenea. Allí, entre troncos y batines, mis tías cantaban villancicos al calor de las panderetas. Recuerdo que mi abuelo, que en paz descanse, invitaba a cenar a alguien muy necesitado. "¡Manolo – decía mi abuela – come hasta que quede porque hoy es Nochebuena y mañana, Dios dirá!". No existían móviles, ni gente cabizbaja mirando las pantallas. A eso de las once, llamaban – desde París – mi tío Antonio y su mujer. Era un momento mágico, todos callados en torno al diálogo. Un diálogo lleno de afecto y sentimiento. Un diálogo que finalizaba con un villancico al unísono y lágrimas, muchas lágrimas de nostalgia y alegría.

Mis tías preparaban, por tradición, "pavo a la naranja" y "bacalao meneao". Éramos tantos en la mesa que, los últimos años, teníamos que cenar en dos turnos. Primero, los niños y, después, los mayores. Es cierto que no faltaba, entre los cuñados, el tema de la política. Mi abuelo estuvo preso durante el régimen de Franco. Años duros para los suyos que fortalecieron su espíritu y su sabiduría ante la vida. Entonces, en aquellos años, gobernaba Felipe. Eran los ochenta, años del destape, de las películas de Andrés Pajares y Fernando Esteso. Años, y disculpen por la redundancia, de Mocedades y sin ira libertad. Existía una creencia firme por el "interés general". Tanto que el bipartidismo encontraba puntos de unión que se traducían en grandes pactos de Estado. Hoy, no queda ni su sombra de aquellos troncos calcinados. Hoy, existe crispación, toxicidad y desafección por la política. Después de la cena, mi abuelo sacaba la guitarra y todo el mundo a cantar. Cantábamos siempre el mismo repertorio.

A eso de la una, mi tío – vestido de Papá Noel, tocaba la puerta. Era un momento único e irrepetible. Allí, cargado de regalos, repartía a cada uno el suyo. Y cuando digo a cada uno, también incluyo a tíos, tías, cuñados, cuñadas y sobrinos. Al final, el salón se inundaba de papel de regalo, alegría y brindis. Brindis por la salud. Recuerdo que mi abuela decía: "¡Salud que tengamos para otro año!". Hoy, se lo decía el otro día a mi mujer, los buenos momentos hay que disfrutarlos. Hay que vivir cada instante como si fuera el último de nuestra vida. Hay que vivirlos porque aunque vengan otros momentos nunca serán esos que se marchitaron en aquel mismo presente. Por ello, la Navidad es bonita cuando todavía la vida no te ha enseñado su verdad. Cuando viven todos los seres queridos – la abuela, el abuelo, el tío, los suegros y demás -, la alegría inunda el entorno de sosiego. Pero cuando faltan, la cosa no pinta igual. Ante esta presncia del vacío, el ser humano debe tomar conciencia de la vida. Debe acariciar los pequeños detalles y olvidar, por un instante, los temores. Solo así conseguiremos que cada día sea, de nuevo, Navidad.

La deriva educativa

Hace una semana, el Informe PISA arrojaba una radiografía alarmante sobre el estado de la educación en España. Al parecer, nuestros alumnos son peores – que antes – en matemáticas y comprensión, por ejemplo. Tras estos resultados, leo – por las páginas de vertedero – noticias atrevidas y, en parte, tóxicas al respecto. Escucho voces que culpan a los alumnos de los resultados, otras a los docentes e incluso a la diversidad. Más allá de "problemas de aprendizaje", deberíamos hablar de motivación. Tanto en el mundo empresarial como en el personal, el entorno cambia. Lo que antes eran aguas tranquilas, ahora son turbulentas y embrutecidas. Un entorno que, lejos de cambiarlo, nos debemos adaptar a él. Una adaptación que pasa por estrategias de reorientación. Así las cosas, la España de nuestra adolescencia no es la misma que la de nuestros hijos. Aunque las comunidades y provincias sigan en el mismo lugar geográfico, la idiosincrasia de las mismas ha cambiado. Ahora, las nuevas generaciones cuentan con nuevos modelos familiares, tecnológicos y relacionales.

Antes, el cuerpo docente atesoraba buena parte del saber. No existía Internet y la única alternativa, que contrastaba el argumento de autoridad, eran las bibliotecas. En ellas, los alumnos extraían los libros de las baldas, hacían dobladillos en sus páginas y componían sus trabajos. Hoy, la cosa es bien distinta. Las bibliotecas ya no ostentan la cultura. Ahora son, y perdonen mi osadía "museos de libros". Museos que visitan una minoría de nostálgicos del papel y del silencio. Estamos ante nuevas formas de obtener sabiduría. Ni siquiera se consumen – al menos de forma mayoritaria – enciclopedias digitales sino que millones de usuarios recurren a la Wikipedia. Existe un acceso cómodo a la cultura. "Todo está en Internet" y, en ese "todo", el usuario de a pie encuentra un confort que, en ocasiones, cuestiona el mensaje del profesor, del médico y de cualquier profesional. Así las cosas, existe una relajación de la atención en las aulas. Una relajación que cursa con distracción, aburrimiento y ganas de que llegue la hora del recreo. El otro día, sin ir más lejos, hice la siguiente reflexión en X (el antiguo Twitter): "¿Es productivo mantener a treinta alumnos sentados, en un aula, durante treinta y tres horas semanales?".

Más allá de las metodologías; la debacle de la comprensión atiende a otras razones. Vivimos en un sistema marcado por un overbooking informativo. Ahora bien, ese exceso de información no es otra cosa que un cúmulo de miles de titulares que se reciclan, en el aquí y ahora, en un eterno retorno. No hay tiempo para la digestión. No hay minutos para la profundización. Todo es efímero. De ahí que mucha gente se informa solo, y exclusivamente, mediante frases que sintetizan realidades muy complejas. Esta praxis informativa choca – y disculpen por el verbo – con el análisis que se exige en a las aulas. La comprensión de un texto – o de una película, por ejemplo – requiere concentración. Y esa concentración, a su vez, necesita un adiestramiento. Hoy, la fugacidad de las noticias, no permite desarrollar dosis altas de atención. Y esa carencia se palpa en las aulas. Estamos, por tanto, ante una utopía. La sociedad cabalga hacia más tormenta informativa, mayores dosis de emoción y poca reflexión. El sistema educativo requiere más lentitud y racionalidad. El problema se presenta con difícil solución. La única forma, no es otra, que una revolución educativa que ponga su ojo en el pensamiento crítico. Un pensamiento necesario para que este deterioro de la comprensión, no desemboque en manipulación.

¡Ave, móvil!

Recuerdo, hace más de veinte años, que todas las semanas veía "La noche abierta", un programa de Pedro Ruiz que se emitía en la segunda cadena. Era la España de finales de los noventa. Una Hispania de cambios políticos que ponían fin al felipismo y abrían el aznarismo. En aquellos años, El Capri era una institución en mi pueblo. Peter llevaba patillas a lo Loquillo, fumaba Ducados y bebía refrescos manchados de tequila. Aunque la tecnología haya avanzado, la idiosincrasia sigue siendo la misma que en la época de Quevedo. Seguimos preocupados por las tres grandes verdades de la vida. Tres verdades que escuecen como heridas y cuya anestesia, no es otra, que el antídoto de la religión. Decía Nietzsche que la "filosofía momia" había hecho mucho daño a la motivación del individuo. Tanto, decía el autor de "Así habló Zaratustra", que es urgente que el hombre se reinvente y convierta en superhombre. Hoy, solo en la barra del garito, miro por el retrovisor del vertedero y veo a ese niño, con pelo a lo afro, que jugaba a las canicas en el patio del recreo.

Hoy, me comentaba Jacinto, los niños "nacen con el móvil bajo el brazo". Estamos ante la "era digital". Una era de superconexión que nos sumerge en una contradicción. El celular, como dicen los americanos, nos aporta comodidad e incomodidad en nuestras vidas. Comodidad porque accedemos, a lo que sucede en el mundo, desde la palma de nuestra mano. Incomodidad porque nos crea dependencia, y en muchos casos, sentimientos de culpabilidad. Somos trozos de tiempos en la selva de lo urbano. Ese tiempo, que se encarna en nuestro cuerpo, se manifiesta a través del envejecimiento y el devenir de la materia. Hay quienes deciden arreglar los desperfectos de su cuerpo. Pero, por mucho que queramos, nadie puede rebobinar la película de su vida. Así las cosas, el tiempo es el espejo que nos muestra el devenir. Y ese tiempo no hay reloj que lo controle. Y no lo hay, queridísimos lectores, porque hay tantas horas como personas en el mundo. La espera no es la misma para el sano que para el enfermo. Ni siquiera el tiempo pasa igual para el niño que para el anciano. Y mientras tanto, la gente pasa horas y horas delante de sus móviles.

El móvil ataca nuestro tiempo. Nos roba aquello que somos y nos secuestra nuestro ser. Enganchados en las pantallas, perdemos la condición que nos distingue. Estamos, maldita sea, ensimismados en surcos digitales que necesitan tiempo. Un tiempo que repetimos a diario en nuestro bucle digital. Es el bucle, o dicho de otro modo, la repetición – una y otra vez – de nuestros protocolos digitales lo que nos convierte en los nuevos alienados. La neoalienación no es otra cosa el imperio de las cookies. Cookies que nos persiguen y reflejan lo que anhelamos y tememos. Y en esa persecución, estamos nosotros desnudos ante la pérdida de la intimidad. Nuestras vidas se han convertido en vitrinas de cristal. Vitrinas atisbadas desde colinas alejadas. En "la noche abierta", Pedro Ruiz accedía – siempre desde el consentimiento – a la intimidad del entrevistado. Existía un marco de privacidad que inundaba de respeto y misterio al género humano. Hoy, programas como aquel, no tienen cabida en la sociedad sin secreto. El móvil nos ha desnudado, "¡Ave, móvil!".

La masa cadáver

La filosofía, desde la Revolución Científica, se convirtió en una disciplina de carácter reflexivo. Y en esa reflexión, el intelectual crea corrientes de opinión. Ese bohemio, que ama a la sabiduría, se convierte en una pieza incómoda para el sistema. Incomoda porque, en la mayoría de las ocasiones, su mirada nos lleva a patios interiores. Patios, como les digo, repletos de chatarra y maleza. Es, precisamente, en esos lugares lúgubres, donde cohabita lo insólito de la sociedad. El crítico, por despistar al rebaño, se convierte en alguien que destruye el establishment. En alguien que reorienta la mirada hacia otros horizontes. Y en esa tarea, el intelectual paga el precio de la incomprensión y la soledad. Una incomprensión derivada de sus contradicciones, dilemas y angustia existencial. Así las cosas, el crítico se halla fuera del mercado. Su pensamiento no transita enlatado en las baldas del capitalismo, sino que pasa – en muchas ocasiones – desapercibido.

Los críticos nunca han sido bien vistos por los acomodados. Sócrates, Jesús de Nazaret, Giordano Bruno y Galileo Galilei, entre otros; fueron apartados del sistema. Fueron voces que despertaron audiencia en la sociedad de su tiempo. Hoy, queridísimos amigos, la intelectualidad no encuentra su soporte material. Y no lo encuentra porque las estructuras están al servicio del capital. El columnista de periódico escribe dentro de un corsé editorial. Un corsé que marca las directrices de su pensamiento dentro de un canon ideológico. El mismo canon que sigue una determinada comunidad lectora que paga, y elige, una línea argumentativa, a priori, predecidle. Este seguidísimo desemboca en una "masa cadáver". Una masa que posterga la acción y se aposenta en la intención. Esa masa habla en lugares inadecuados. Critica desde la barra del bar o desde los rellanos de las escaleras. Sin embargo, no emprende una acción de presión contra las estructuras vitales. Esa acción se lleva a cabo por una partidocracia de intereses parciales. Intereses en detrimento de un interés general. Un interés general ambiguo  y difuso entre la multitud.

La "masa cadáver" es el resultado de un alienamiento tecnológico que secuestra el sentido. La gente anda cabizbaja por la senda de lo urbano. La mirada incesante al móvil impide que los ojos atisben el horizonte. La estrechez de la mirada, nos sitúa ante aquellos "otros" que fuimos en nuestro tránsito al bipedismo. Hoy, el Sapiens se ha convertido en un animal pasivo, o dicho de otra forma, en un receptor de una información cocinada desde arriba. Estamos cubiertos de un manto de pesimismo, catastrofismo y tragedia. La tragedia se viste de noticias carroñeras, imágenes hirientes y dolor ajeno. Un dolor que nos recuerda la fragilidad de nuestra especie. Y un dolor que nos hace susceptibles ante los avatares de la vida. El consumo de carroña informativa nos ha llevado a razonamientos falaces. Tanto ruido mediático, tantas noticias repetidas al unísono, nos ha ubicado ante una sociedad de riesgo neurótico. Un riesgo que se basa en una extrapolación de los fenómenos aislados – las noticias – hacia lo cotidiano. De ahí que el temor se ha apoderado de nosotros. Y ese miedo nos sitúa ante una vida descendente de zombies enmascarados por una senda de falsas ilusiones.

Paz, moral y guerra

El ser humano es el único animal que se pregunta por el bien y el mal. La gallina, por poner un ejemplo, vive pero no sabe que vive. Ni sabe que morirá y, ni siquiera, es consciente – como diría Hannah Arendt – que un día nació. Nosotros somos el animal más libre que existe. Somos más libres que la liebre o el león. Sin embargo, hemos renunciado a parte de nuestras alas para convivir en paz. De ahí que, mediante el contrato social, obedezcamos leyes y obramos de conformidad con una moralidad. Esa moralidad, nos sirve para vivir sin molestar y dañar al otro. Decía Sócrates, allá por el siglo V a.C., que nadie hace el mal a sabiendas. El mal es vicio y quien obra mal es porque no está en su sano juicio. Si Manolito, de dos años, rompe un plato – algo que consideramos malo – lo hace por ignorancia. Este intelectualismo ético, que defendía el maestro de Platón, tiene sus detractores. Hoy, una parte de la doctrina piensa que existe la maldad y, por tanto, defiende que hay quienes hacen el mal a conciencia.

Platón convirtió en realidades inteligibles, las definiciones de bien, belleza y justicia; entre otras. Solo aquellos, con predominio del alma racional, son capaces de realizar el ascenso dialéctico y conocer, por ejemplo, el bien en sí, la belleza en sí o la justicia en sí. Y pueden, nunca mejor dicho, conocer la perfección ética. Ese conocimiento permite que el prisionero vuelva a la caverna e ilumine a quienes se hallan encadenados bajo el velo de la ignorancia. El cristianismo creó principios éticos de corte universal, que guían al creyente por el camino de la bondad. Nietzsche, en el siglo XIX, criticó – sin pelos en la lengua – la moral racional. De tal modo que fue muy duro con el imperativo kantiano y, sobre todo, con la moral cristiana. Habló de la doma de los instintos por parte de los platonismos. Una doma que, según él, nos conduce al nihilismo. Se autoproclamó como un inmoralista. O dicho de otro modo, como un defensor del empirismo ético, o moral natural que, en su día, defendió David Hume. Nietzsche defendió una moral de señores que sirviera a la intuición y a los dictámenes del corazón.

Las guerras suponen una suspensión del establishment moral. Las proclamas de la igualdad, libertad y fraternidad se convierten en desigualdad, sumisión y deshumanización. Los conflictos bélicos implican, maldita sea, un "alto en la moral". El Estado realiza un uso legítimo de la violencia. Las muertes son enmarcadas dentro de la patria. Y donde antes matar era malo, ahora el contexto justifica la acción y convierte en moral, lo que antes era inmoral.  La moral se entiende como algo provisional. En algo que se respeta en entornos de paz, pero que se pierde en situaciones de contienda. Y se pierde, desgraciadamente, porque –  en muchas ocasiones – no se respeta la dignidad del inocente. Se vulneran los Derechos Humanos y, con ello, el valor que tenemos como seres auténticos, únicos e irrepetibles. Sin moral en el horizonte, los conflictos armados nos devuelven al estado de naturaleza. Un estado, de instintos y lucha por el espacio, que nos sitúa en los primeros peldaños de nuestra evolución. Una evolución que se debate entre "el buen salvaje" de Rousseau o "el hombre es un lobo para el hombre", que diría Hobbes.

Retrocracia

Santiago Muñoz Machado (director de la Real Academia Española), escribe – en La Tercera de ABC – "Alejandro Nieto". Recuerdo que, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología, estudié su obra. Crítico, con el funcionamiento y organización de la Administración Pública, supo detectar las claves de la corrupción. Una corrupción que mancha la imagen de las instituciones. Tras leer este artículo, he bajado al Capri. Hoy, José, un cliente asiduo del garito, cumple 91 años. Abogado en los tiempos de Franco, entiende muy bien la lógica del Estado. Desde hace años, sigue mi blog. Dice que en unas ocasiones le recuerdo a Galdós y en otras a Unamuno. Gran apasionado de Voltaire, Locke, Montesquieu y Rousseau; defiende que en España "no hay democracia" sino retrocracia. Se impone el "poder del pasado" frente al disfraz del presente. La separación de poderes no ha deconstruido el espíritu del absolutismo regio. Existe, dice José, un despotismo ilustrado dentro del parlamentarismo.

Existe el "panem et circenses" de los tiempos romanos. Estamos ante un Estado progresista en lo social y conservador en lo político. Y esa mezcla provoca corrientes de ambigüedad y anestesia social. Ambigüedad por las líneas difusas que separan las siglas de los partidos atrapalotodo. Y anestesia por los efectos que provoca la industria del relato. Un relato que consigue apaciguar el descontento social mediante el velo de la apariencia. Esta pasividad de la sociedad civil recrea las estructuras del despotismo ilustrado. Un despotismo que resucita la frase del "todo para el pueblo pero sin el pueblo". Un pueblo, la España del ahora, que presenta una crisis de grupos de presión. Existe un estruendo de miles de voces opinando en las redes sociales pero, sin embargo, falta una organización del pensamiento crítico. Estamos ante una doma del ciudadano. De un ciudadano alienado por el trabajo, tecnodependiente e impotente por unas reglas de juego, que lo apartan del tablero tras ejercer su derecho al voto. Un derecho al voto que iguala por abajo y que se convierte, en palabras de aquel filósofo, en "la suma de los ceros".

En este país, me decía José, cualquiera puede ser político. Cualquiera puede administrar las partidas de un ayuntamiento. Y digo cualquiera porque político puede ser Manolo, el "tonto del pueblo" o Alejandro, el abogado de Jacinta. Esa baja exigencia para el ejercicio de la política, nos sitúa ante un riesgo inminente y grave para los ciudadanos. Riesgo, tal y como denunció Weber, de que la política se convierta en una profesión en detrimento de una vocación. Y riesgo de que el alcalde o el presidente de una nación ejerzan el mal a sabiendas o por desconocimiento del bien. De ahí que Platón hablara del filósofo gobernante, de aquel – con predominio del alma racional – que era capaz de realizar el ascenso dialéctico y conocer el bien en sí. En la retrcracia, la mirada al pasado se convierte en un tóxico para el sistema. Esa mirada al pasado se manifiesta en los plenos y en el Congreso de los Diputados. Unos sacan los platos sucios a los otros y viceversa. Los medios, tras sus líneas editoriales, arrojan sus dardos envenados mediante sus hemerotecas. Son las "piedras en la mochila", maldita sea, quienes siembran la discordia en la retrocracia.

Resignados

Estamos, lo decía en X (el antiguo Twitter), ante una sociedad enferma. Y esta enfermedad no se llama "nihilismo", como la diagnosticó el doctor Nietzsche, sino la "resignación emocional". Hace años, cuando no existía Internet, el mundo social se configuraba como un archipiélago de islas sin apenas puentes que las uniera. Ello provocaba un sentimiento patriótico hacia el barrio, el pueblo o la ciudad. Los acentos eran muy acusados y, en lo material, no existía tanta diversidad. Existían las cuatro marcas de coches, motos y electrodomésticos. Solo, unos pocos, aquellos que viajaban – por cuestiones de trabajo y demás – destacaban por la tenencia de productos exóticos. Hoy, las tornas han cambiado. El archipiélago de islas se ha convertido en una nueva Venecia repleta de puentes. De puentes viga, en arco, colgantes y atirantados. Puentes que conectan las vidas y permiten la comparación constante de las mismas.

Esta comparación insufla sufrimiento. Un sufrimiento que se manifiesta en forma de frustraciones, en ruinas familiares y consumo de libros de autoayuda. El "postureo" es la toxina que atormenta y entristece a quienes no muestran dientes blancos, no viajan lo suficiente o no comen en restaurantes de varios tenedores. Si antes era el coche del vecino, el que tambaleaba nuestros cimientos vitales, ahora es el "vive el momento" o la vida "happy, happy" de Manolo, el vecino de Alejandra. El saldo comparativo suscita sociedades materialistas. Sociedades de lo efímero en detrimento del conocimiento. El credo americano llega a nuestra orilla. Casos como Francisco – el hijo del barrendero – que ahora es don Francisco, conduce coche de alta gama y vive en una suite; se convierten en ejemplos a seguir. El espíritu del "mérito y el esfuerzo" justifican, de algún modo, la desigualdad. Una desigualdad, dirían los liberales, fundamentada en la perseverancia de unos en detrimento de la vaguedad de otros. Así las cosas, la suerte pasa a un segundo plano como ascensor social y argumento de riqueza.

La postmodernidad nos ha vendido que "todo querer es poder". De ahí los eslóganes "si puedes soñarlo, puedes conseguirlo". Dentro de esta frase se mueven cientos de spots publicitarios. Anuncios que ilustran la admiración por los logros materiales del otro. Logros como el de Amancio Ortega, Bill Gates y otros ricos del momento; estimulan la locomotora del emprendimiento. Un emprendimiento que se apoya en casos excepcionales de éxito. La cruda realidad no es otra que la jaula de hierro que diría Weber. A pesar de vivir en una sociedad de clases, existen mecanismos que ubican a los ciudadanos en posiciones difíciles de cambiar. El ochenta por ciento de las ofertas de empleo se cubren por gente conocida. Los contactos, de toda la vida, suponen una barrera de entrada para que el mérito y el esfuerzo cumplan su función. En la mayoría de las ocasiones, a igualdad de méritos, se suele contratar al "hijo de", al "amigo de" o a cualquier persona situada en las redes de amistad. De ahí que muchos jóvenes opten por las oposiciones como ascensor social. Es el Estado, y no el mercado, quien garantiza – en la mayoría de las veces – que el talento ocupe su lugar.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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