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Las cenizas de Aurora

Aurora se apagó como lo hace una vela en una procesión de Jueves Santo. Tras dos años de tratamiento y lucha contra el cáncer; el maldito bicho pudo con ella. Alfredo, su marido, le contaba a Gregorio que ella quería que la incineraran. Quería que sus cenizas fueran derramadas por distintos lugares del mundo. De joven, Aurora no pudo viajar por motivos económicos; de casada, por la crianza de los hijos; y de mayor, por problemas de salud. Ella soñaba con una tarde paseando por la Navona de Roma; con un amanecer en los jardines de Versalles o con un crucero por los fiordos noruegos. Los últimos días de su vida, se lo tomó con tanto humor, que hasta las enfermeras del hospital – Manuela y Raquel – lloraban a escondidas por detrás de la cortina.

Ella sabía que algún día moriría. "¡Hay que tenerle miedo a los vivos y no a los muertos!", decía cada vez que alguien hablaba de espíritus y cosas por el estilo. Aunque acudía a la unidad de oncología una vez por semana, ni sus hijos ni su marido le dijeron el mal que padecía. "Cuando muera – decía – no quiero que me llevéis al cementerio. No quiero oler a cadáver, ni que me coman los gusanos". Aurora no le gustaba el rollo de las flores. Odiaba tanto el Día de Todos los Santos que nunca visitaba el nicho de sus padres. Un nicho – valga decirlo – descuidado y abandonado como si de una fosa del franquismo se tratara. Aurora creía en la inmortalidad del alma. Una inmortalidad basada en el recuerdo como antídoto del olvido. Por ello, cada día de Nochebuena, después de comer el pavo solía decir: "si estuviera aquí, la abuela diría aquello de…" o "si el papá viviera, ya estaría roncando en el sofá".

Las coplas de Manrique – decía Aurora – no llevan razón. Aunque todos los ríos desemboquen en la mar que es el morir. No todos los mares son iguales. Hay mares con surfistas y mares con niños ahogados en la arena de sus orillas. En los cementerios hay muertos en grandes panteones, y cadáveres sin nombre que yacen bajo cruces de bambú. Lo segundos son parte de la memoria histórica del país. Cuerpos de padres de familia que lucharon en guerras civiles, de presos en campos de concentración, de indefensos ante los caprichos de un dictador y de mendigos que malvivieron por las calles de Madrid. Por todo ello, Aurora no quería que la enterraran en el cementerio. No quería distinciones entre su nicho y el vecino. Solamente las cenizas alejadas de los camposantos; derramadas por los fiordos, por los jardines de Versalles o por la Navona de Roma, ponen en razón a las coplas de Manrique.

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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